Mi Cuenta CDI

Petra, Jordania (Primera parte)

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Rosita Nissán

Nuestra camioneta Van se detuvo para ir al toilet: una tienda de souvenirs, obvio, como siempre el contubernio con los guías, y busqué un baño, claro, hay que bajar escaleras, en las tierras donde hemos andado no te salvas, siempre están mil escalones abajo. Bien que me dí cuenta que una dependienta vestida con tonos de rojo a la usanza oriental, al verme aparecer en su terreno llamó a otra señalándome. Sintiéndome en la mira, me detuve a tocar unas bolsitas de tela que decían: Jordania. Efectivamente, me dije: es increíble, ¡estoy en Jordania! Estoy aquí.

De reojo sentía las miradas de las chicas que ya habían acudido al llamado de la primera mujer con el pelo cubierto. Me acerqué a ver pulseras, me las medí ¡qué lindos colores! No voy a preguntar cuánto valen, digan lo que digan no le entiendo todavía a su tipo de cambio. Ya son más mujeres las que cuchichean cosas sin despegar los ojos de mí. Y yo, como hacía en La Lagunilla cuando a los quince le llevaba la comida a mi papá: no me dignaba a encontrarme con los ojos de los vendedores – pretendientes que me seguían hasta que, acelerando el paso me metía corriendo a la tienda. El que vendía petacas todavía se quedaba un buen esperando a ver si sucedía que yo saliera. Mi papá, ocupado adentro, no se imaginaba todas las peripecias que su hija había tenido que salvar para llegar intacta con la comida todavía caliente en la portavianda. Me escondía entre los abrigos y no salía hasta que el peligro desa-parecía. Seguida por las miradas de esas mujeres hermosamente ataviadas, bajé donde un anuncio de neón indicaba: toilet. En los minutos que permanecí allí, me dije: Rosa, nunca jamás volverás a ver a estas mujeres, ni ellas a ti ¿cuándo vas a volver a Jordania? Y ellas ¿cuándo van a ir a México? ¿No te parece una lástima desaprovechar la oportunidad de hablarles, de conocerse? Cuando me estaba secando las manos ya había decidido: como pudiera iba a decirles exactamente lo que había pensado; más bien a la que al verme, dio el pitazo y llamó a las otras.

–Tú y yo –le dije subiendo – jamás nos volveremos a ver, así que más vale conocernos. Lo que siguió fue muy rápido, no recuerdo bien paso por paso, pero en un santiamén ya estaban todas conmigo, tocándonos, sonriendo al tomar mi trencita entre sus manos; ahora entiendo para qué me la he dejado crecer, tal vez inconscientemente para hacer reír a la gente; ellas me decían su nombre; una era egipcia. Me quitaron la pañoleta que tenía enrollada en el cuello y cuidadosamente me la fueron acomodando mejor en la cabeza. Creo que no alcanzaban a entender qué tan lejano era el país del que yo decía venir. ¡Mécxico! – exclamaban. Sí, sí, muy distante – decía yo – felicitándome por haber modificado mi conducta, mi actitud en los minutos que me tomó bajar al baño.

Me gusto tanto cuando me despojo de un aprendizaje que me impide acercarme a enriquecerme como ser humana.

Debimos haber hecho mucho alboroto porque llegó Esther con su camarota y Oshi con la suya, y también un jordano, no sé, a lo mejor era el jefe, el dueño del lugar, supongo que traía con él la realidad para sorrajárselas en la cara a sus subordinadas, supongo que les ha de haber dicho algo como: Están ustedes aquí para vender a los turistas que nos traen los guías, de paso a Petra. Recuérdenlo. Me dio pena que fueran regañadas por mí y mi voz interior me dijo: si compras algo la cosa se suaviza. Dije: ¡Yes! Claro, voy a comprar algo. Corrí por la bolsita que me gustó y una, no mejor dos pulseras, por supuesto que me las llevo, cómo chingados no. Cuando regresé de la caja con mi mercancía, pasé por una barra donde vendían té de hierbabuena fresca, servida en vasitos de cristal, como los turcos, así debe tomarse el té, creo, a mis abuelos persas jamás se les ocurrió servirlo en taza.

Pedí uno y unas papas Ruffles, debo decir con cierta vergüenza que soy adicta a las de queso, y regresé a mi grupo de mujeres hermosas. La egipcia retomó el arreglo de mi bufanda en la cabeza. Cómo me gustaría que ellas vieran las fotos; ¿tienen mail? – pregunté. Mi cuatacha, la primera mujer que me miró, a pesar de que no quería perderse ni un minuto de este inolvidable encuentro, corrió a buscar dónde apuntarlo, lo anotó de prisa y me lo entregó. Ahora que escribo, una semana después en México, pienso ¿dónde habré dejado esa dirección? Corro a la bolsa que les compré a ellos, y sí, era el lugar más seguro, ¡ahí lo guardé! Las pulseras aprietan, lastiman, no puedo usarlas, aunque su color solferino me guste tanto, pero esta maravillosa bolsa con camello y franja de la tela de los turbantes musulmanes y la palabra Jordania en medio, la traigo todo el día colgada en mi corazón.