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Resilencia: De Karate kid a los sandwiches de pán

Centro Deportivo Israelita, A.C.

Sucumbir o resistir, esa es la cuestión. A menos, claro, que nunca hayas tenido que enfrentarte a los obstáculos, pérdidas y amenazas que ponen a prueba la resiliencia humana.

La idea de resiliencia (del latín, volver a saltar) abandonó abruptamente el terreno de las Ciencias Naturales cuando Norman Garmezy empezó a hacer las preguntas adecuadas. En lugar de inquirir por los alumnos problemáticos (lo cual no representaba ninguna dificultad en ser identificados), Garmezy comenzó a buscar a aquellos alumnos que, a pesar de vivir en situaciones difíciles, parecían estar prosperando. La pregunta tomó por sorpresa a los cientos de educadores entrevistados, y dio vida al (ahora) popular concepto de resiliencia como la capacidad psicológica de los seres humanos de sobreponerse a las dificultades y pérdidas de la vida.

La idea de resiliencia tuvo víctimas inmediatas. Las primeras, aquellas quienes desde la psicología habían propuesto elaborados modelos que predecían el trauma. Como diría años más tarde George Bonanno, probablemente el mayor experto en temas de duelo a nivel mundial, un evento no es traumático hasta que sea experimentado como tal. No es sorprendente que Bonanno haya acuñado el término de Evento Potencialmente Traumático, el cual, argumenta, captura de forma más adecuada la vivencia humana.
Más aún, la idea de que un evento sea solamente potencialmente traumático carece de sentido hasta que incorpora la idea de resiliencia. De otra manera, ¿cómo explicar que bajo los mismos agentes estresores (ya sean agudos como la muerte repentina de un ser querido, o crónicos como una situación de negligencia parental), algunos individuos se quiebren mientras que otros salgan fortalecidos?

La pregunta tiene implicaciones inmediatas y de tremenda relevancia, si se acepta la conclusión que los investigadores han obtenido: la resiliencia puede variar a lo largo de la vida de una persona. Es decir, ser o no ser resiliente no es solamente una habilidad innata, sino una facultad que puede fortalecerse o debilitarse a lo largo del tiempo. Por ello, la cuestión que emerge con enorme urgencia es ¿de qué manera se puede ser más o menos resiliente?

Hace un par de años, el temor de que nuestros jóvenes estaban perdiendo masivamente su capacidad de resiliencia pasó al espacio público, cuando estudiantes de la Universidad de Yale se manifestaron al sentirse ‘marginalizados’ por un email del Comité de Asuntos Interculturales de la universidad que no consideraba las sensibilidades de otras culturas en relación al uso de disfraces en Halloween. “Es como si los jóvenes fueran terriblemente frágiles en estos días”, fue el comentario de uno de los observadores.
El temor a una resiliencia decreciente ha tenido eco en recientes libros de educación (i. e. How children succeed: grit, curiosity and the fidden power of carácter, de Paul Tough) que abogan por permitir que los niños encuentren dificultades en el camino, que les permitan construir una mayor tolerancia a la frustración. Se presume que las comodidades con las que crecieron algunos de los jóvenes de esta ‘generación orquídea’, con padres obsesionados con pulverizar cualquier piedra en el camino, ha tenido altos costos.

Me parece insuficiente. Exponerse a las frustraciones cotidianas es un paso, pero no concluye la búsqueda de la resiliencia. No explica cómo uno de los niños más exitosos entrevistados por Garmezy vivía tal negligencia parental que por años llevó a la escuela únicamente dos panes para pretender que, al igual que sus compañeros, él también podía tener un sándwich. O, a un nivel más amplio, ¿cómo se explica que la opresión egipcia (que incluía prácticas genocidas y esclavistas brutales), diera como resultado el florecimiento y proliferación de los hijos de Israel?

Uno de los descubrimientos más reveladores de Bonanno, es que la vulnerabilidad de la persona depende del sentido que le dé a la adversidad en curso. Contrario a la arraigada creencia popular, no existe un único proceso de duelo con etapas predecibles, ni es requisito indispensable experimentar intensas emociones de pérdida antes de comenzar el proceso de sanación. Es decir, “si piensas que estás bien” dice Bonanno, “entonces estás bien”.

¿Y cómo se logra eso? ¿Cómo se piensa resilientemente? En una de esas grandes ironías de la vida, la respuesta al tema psicológico de moda parece venir de la filosofía. Según David Brooks, del New York Times, la resiliencia no es una característica que se posea intrínsecamente, sino un medio en función de una finalidad mayor. Cuando existe una causa o propósito que así lo amerite, el ser humano es capaz de encontrar los medios para hacer frente a las situaciones más complicadas. O, como decía Nietzsche (y parafraseaba Viktor Frankl), “aquel que tenga porqué vivir, podrá soportar casi cualquier cómo”.

El problema, sugiere Brooks, es que hemos aprendido a vivir desapasionadamente. En nombre del pensamiento crítico hemos degollado al compromiso moral y, con ello, al sentido de propósito. Somos frágiles porque no tenemos por qué pelear, no porque no sepamos hacerlo.

Así, no es de sorprender que la resiliencia es proporcional al apoyo espiritual con que se cuente (Werner, 1989). Algunos de los individuos cuya resiliencia no deja de sorprendernos hablan abiertamente sobre su capacidad de seguir persiguiendo un ideal, a pesar del miedo y el dolor. O, como decía Mr. Miyagui, (entrañable sensei del Karate Kid y promotor de la teoría de que un hombre capaz de atrapar una mosca con un par de palillos chinos, es capaz de cualquier logro). “Está bien perder ante el oponente. Pero nunca está bien perder ante el miedo”.

La vida es dura hoy y siempre lo ha sido. Queremos ser resilientes y buscamos inculcar dicha facultad a nuestros hijos. En lugar de buscar exponerlos a experiencias desafiantes (la vida tiene ya su dotación preparada), pensemos en cómo proveerlos de un sentido de propósito y compromiso, causas heroicas que les sirvan de brújula en el camino y, de paso, ayuden a hacer de este, un mundo mejor.

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