Una casa sin relojes

Título: Una casa sin relojes
Categoría: Secundaria
Seudónimo: RAS

Había una vez un niño llamado Max. Ese niño tenía muchos amigos y le encantaba salir a jugar. Era alto, güero, de ojos azules y muy educado.
 Él tenía una hermana llamada Flor. Ella no era de tener muchos amigos, pero de vez en cuando salía. Era una niña de ojos cafés, pelo güero y no muy alta.

Su mamá se llamaba Sofía. Era una mamá muy buena que educaba muy bien a sus hijos. Vivían en Texas, y les encantaba su casa y su escuela. Eran muy felices, pero por el trabajo de su mamá se tenían que mudar a otro lugar.

Un día, Sofía se enteró de esa noticia y llegó a su casa muy asustada por cómo se lo tomarían sus hijos. Les dio la noticia, y ellos estaban muy nerviosos y tristes. Llegó el día de la mudanza y viajaron a Minnesota, un pueblo muy alejado de donde vivían. Flor y Max estaban un poco asustados del lugar: era solitario y sin muchas personas alrededor.

Su nueva residencia, no era una casa muy común; tenía colores extravagantes y diferentes, como rosa, amarillo y azul. Entraron a la casa y la miraron de arriba abajo con expresión de decepción.
 Max, con voz silenciosa, dijo:
 —Me esperaba algo mejor.
 A Flor le dio igual. Tomó sus cosas y se fue a su habitación.
 Sofía y Max miraron sus maletas, y Sofía comentó:
 —¿No crees que trajimos pocas cosas?
 Max respondió:
 —No lo creo, sé que es suficiente para estar acá solos, sin nadie, únicamente nosotros.

Al otro día, Max y Flor fueron a la escuela, mientras, Sofía decoraba la casa para hacerla más acogedora. Cuando regresaron, Max llegó emocionado a contarle a su mamá que había hecho muchos amigos en su nueva escuela; en cambio, Flor no había hecho tantos.
 Muy emocionado, Max le preguntó:
 —Mamá, ¿puedo invitar a unos amigos a la casa mañana?
 Sofía respondió:
 —Claro, invita a los amigos que quieras.
 Max, nervioso y a la vez emocionado, subió corriendo a ordenar su cuarto y a llamar a sus nuevos amigos.

Al día siguiente, Max se despertó y notó algo raro en la casa. No sabía bien qué era, pero algo sí sabía: no sabía la hora ni el día. Se agarró la cabeza y se preguntó:
 —¿Qué día es hoy?
 Bajó rápidamente las escaleras y gritó:
 —¡Mamáaaa! ¿Qué hora es?
 Sofía se quedó pensando.
 —No lo sé, déjame ver el reloj de la cocina —respondió.
 Sofía volteó hacia la pared y notó que el reloj no estaba. Ella estaba segura de haberlo puesto ahí.

Max comenzó a preguntarse:
 —¿Hay escuela? ¿Estuvimos sin saber qué hora ni qué día era?
 Todo estaba muy confuso. Sofía recordó que Max había invitado a sus amigos y que no sabían la hora; eso sí era un problema, además de que la casa estaba muy alejada del resto de las demás casas. Desde que entraron al pueblo, algo se sentía raro.

Extrañamente, Max se sintió diferente, y Sofía también. Se voltearon a ver y, de pronto, se escuchó un sonido en la cocina. Fueron rápidamente y, para su sorpresa, ¡el reloj había aparecido en la pared!
 Confusos, se miraron, y Sofía dijo en voz baja:
 —Yo estaba segura de que lo había puesto.
 Max, confundido, gritó:
 —¡Qué habrá pasado! ¡Algo muy raro pasó!

Lo que sucedía era que, en ese pueblo, no se sabía la hora ni el día, como si el tiempo estuviera detenido.

Desde ese día, aprendieron que en ese pueblo el tiempo no se medía con relojes, sino con momentos. Sofía dejó de preocuparse por las horas, Flor descubrió que podía disfrutar sin prisa, y Max entendió que la amistad no necesita correr contra el reloj.

Así, aunque el reloj nunca volvió a marcar los minutos, los tres aprendieron a vivir con calma… y fueron felices, sin importar el día ni la hora.