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Nostalgia

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Jonathan Gilbert

La nostalgia ya no es lo que solía ser. Tremenda ironía, ¿no cree? Considere lo siguiente: entre los siglos XVII y XIX la nostalgia era considerada una grave enfermedad que llegó a ser tratada con particular severidad. Durante la guerra de los 30 años (1618 y 1648), por ejemplo, se temía tanto una epidemia de nostalgia entre los mercenarios suizos (presumiblemente propensos a dicha enfermedad) que fue castigado con la muerte a quien se sorprendiera tocando el Kuhreihen, melodía suiza típica de la ordeña vacuna. Jourdan Le Cointe, médico francés especialista en nostalgia, recomendaba el uso del terror y el dolor para curarla. El general ruso, que en la incursión militar en Alemania de 1733 amenazó con enterrar vivo a cualquiera que presentara síntomas nostálgicos, probablemente llevó la idea demasiado lejos.

Afortunadamente (al menos para los militares melancólicos), la nostalgia está teniendo moméntum. Hoy se asume que la nostalgia es un sentimiento fundamentalmente positivo con beneficios importantes. Dr. Constantine Sedikides fue uno de los primeros en cuestionar la idea de que la nostalgia era un tipo de enfermedad maligna. Reconociendo su propia experiencia, llena de añoranza por su antiguo hogar, pero también de interés en el presente y compromiso con el futuro, Dr. Sedikides se negó a aceptar el diagnóstico de depresión que le ofrecían sus colegas. Se trataba de algo diferente. Agridulce, tal vez, pero sin duda energizante. Era una sensación de continuidad y arraigo que le hacía sentir bien respecto a sí mismo y sus relaciones, al tiempo que proveía de textura y riqueza la historia de su vida.

El consenso actual es que, contrario al pensamiento del siglo XIX, la nostalgia no propicia la depresión sino que la combate. Además, ayuda a contrarrestar sentimientos de soledad, aburrimiento y ansiedad. Fortalece el vínculo de aquellos que la experimentan en conjunto y puede recuperar relaciones abandonadas o descuidadas.

¿Cómo sucede esto? No es una sensación de alegría, eso está claro. La nostalgia tiene un componente de pérdida y añoranza de lo que ya no será más. El recuerdo de las vacaciones con la familia, de las fiestas con los amigos o las canciones de cuando la música “todavía era música”, son todas poderosas experiencias que pueden tocar las fibras más sensibles del alma. Pero más allá del abatimiento temporal que nace de saber que hay algo que se ha dejado atrás, la nostalgia sirve como una función crucial: traer al presente memorias que nos confirman como seres valiosos, con vidas significativas. Incluso en momentos de soledad o incertidumbre, saber que hemos sido amados y apreciados puede darnos el rumbo necesario para seguir adelante.

Pero tan vital función (confirmarnos como seres valiosos con vidas significativas) no podría presumir de total objetividad. Como en muchas otras ocasiones, nuestra mente maquilla los datos y nos presenta la versión más funcional para el propósito en cuestión. Así, la memoria se distancia de la historia todo lo que la nostalgia juzgue necesario. Las buenas memorias se amplifican y las malas pierden su poder.

Las empresas saben esto. Cuando la fe en el progreso flaquea, la nostalgia toma su lugar. ‘Vintage’ y ‘retro’ llegaron a relevar a ‘moda’ y ‘vanguardia’, pero juegan para el mismo equipo, no nos olvidemos de eso. Las ganancias no discriminan si provienen de diseños nuevos o de reproducciones de décadas pasadas.

Pero la nostalgia contiene también sus peligros. Cuando abandona el espacio seguro del individuo y se afianza en grupos desplazados (o temerosos de serlo), la nostalgia saca lo peor de sí misma. Racismos y nacionalismos se nutren de la misma distorsión del pasado que a nivel personal nos resulta tan útil. Hacer América, Alemania o Roma grandes de nuevo es un discurso peligroso, anclado en un pasado idealizado e inaccesible. Como dice Sabina, “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió”.

Perplejo por el discurso del actual presidente de los Estados Unidos, el New York Times condujo una encuesta para conocer cuándo América fue más ‘grande’. ¿El resultado? El mejor momento de América coincidió (entre otras variables) con los años postadolescentes de los encuestados. Así, los baby boomers de los sesenta añoraban los dorados años ochenta, años de su plena juventud. ¿Coincidencia? No lo creo.

Los que nacimos a principios de los ochenta compartimos una cierta afinidad nostálgica por el grunge, el Súper Nintendo y los peinados voluminosos. Eso parece inofensivo. Pero también presenciamos el desmantelamiento de la Unión Soviética y, con ello, el nacimiento de un sistema complejo, globalizado y multipolar, donde la estabilidad bipolar de la guerra fría dio paso a un mundo donde ISIS y Apple son actores internacionales más poderosos que varios Estados nacionales. Eso parece peligroso.
Resulta tentador sucumbir ante los encantos del pasado. Queremos un pasado glorioso, como el de los años de nuestra juventud, cuando los buenos eran buenos y los malos eran malos. ¿Qué si el pasado también tuvo sus desperfectos? Eso no importa; solo pregunte a los judíos del desierto. Ellos únicamente recordaban las ollas de carne. ¿El trabajo agotador, el infanticidio, la humillación? Solo detalles.

La misión de crear un mundo mejor debe saber lidiar con los efectos encantadores de la nostalgia. Como buen testigo, el pasado sabe mentir y debe ser escrupulosamente interrogado. Es lo menos que podemos esperar de nuestros líderes y maestros. El pasado debe ser un motor que nos dé rumbo y nos conduzca a nuevos puertos, no un ancla que nos detenga en falsas utopías. Al hacerlo, estaríamos honrando a aquellos que trabajaron arduamente por lograr un mundo en el que hombres y mujeres de diferentes razas y naciones pueden convivir en calidad de iguales. Podemos hacer del odio algo inaceptable… again.

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