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La historia de por qué el conejito nunca aprendió a lavarse los dientes

Centro Deportivo Israelita, A.C.

Soy una entusiasta y absoluta amante de la literatura infantil y juvenil. Por supuesto, cuando digo ‘literatura’ hablo de buenos libros y cuando digo ‘infantil y juvenil’ me refiero a que son libros “que pueden ser disfrutados por niños y jóvenes, sin importar si fueron escritos específicamente para estos públicos o no”. Es importante decirlo porque, por desgracia, existen muchas publicaciones que tienen la etiqueta de literatura infantil o literatura juvenil pero que no cumplen con estas características.

Ejemplos terroríficos hay muchos, pero mi favorito es El conejito que aprendió a lavarse los dientes. Se lo habían regalado a Anameli, mi sobrina de seis años, y sus papás no entendían por qué no le había gustado, si era un libro grande, de pasta dura y con dibujos vistosos y coloridos. Como la niña no le hacía el menor caso, su mamá le dijo: “Si no pasas media hora diaria con tu libro del conejito se lo voy a regalar a tu tía Raquel”. A Anameli no le hizo la menor mella la amenaza y así, la siguiente vez que los vi, mamá y papá me dieron el libro, enfrente de ella, haciendo grandes aspavientos, supongo que con la esperanza de que la niña reflexionara o se le activara el egoísmo, o algo así. Mi sobrina se me acercó y me dijo al oído: “Pobre de ti, tía. Está aburridísimo y es muy ñoño”. Y se fue a jugar con un vecinito.

Ya a solas con sus papás, me puse a hojear el libro. Trataba de un conejito que no quería lavarse los dientes. Entonces se le empiezan a podrir, se le afloja uno y, justo cuando se le va a caer, la abuela coneja le dice: “Eso te pasa por no lavarte los dientes”. El conejito, profundamente impactado, corre al baño, se lava sus dientotes y le quedan firmes y brillantes (sabemos que están firmes porque al final lo vemos mordiendo una zanahoria). En la última página, el conejito dice: “¡Qué insensato fui! ¡Cuánta razón tenía abuela coneja! Lo bueno es que aprendí la lección y nunca volveré a ser desaseado”. Tantán.

Tengo que insistir: las ilustraciones eran muy atractivas, llenas de colores brillantes y detalles conejillos muy simpáticos. Pero eso no fue suficiente para Anameli, obviamente. Así que salí al patio a platicar con ella y su amigo Pablo. Les pregunté por qué no les había gustado la historia del conejito y ella me respondió: “Es que no hay historia tía, es un regaño disfrazado de cuento”. Me contó que a ella le da mucha flojera lavarse los dientes y que por eso le dieron el libro: “Mira lo que pasa cuando uno no se lava los dientes”, le dijeron al regalárselo. Y, por lo visto, la estrategia no funcionó.

No es una sorpresa: imaginemos, lectores adultos que somos, que nos dan un libro que se supone que es una novela de, pongamos por caso, agentes secretos a la James Bond. Y que al abrirla nos topamos con un espía al que le da mucha tos por fumar, por lo que su jefe le dice que debe dejar el cigarro. El espía lo deja, se le corta la tos y… se acaba la historia. Sin una persecución, un secreto de importancia internacional, un romance con una agente rusa.

O bien, supongamos que nos regalan un libro de poesía donde hay un soneto sobre la obesidad y la hipertensión, un nocturno dedicado a la prevención de infecciones de transmisión sexual, una décima acerca del pago oportuno de impuestos… y todo con rimas forzadas o flojas, sin ritmo ni métrica. ¿No nos enojaríamos, o al menos nos sentiríamos decepcionados?

Si como adultos esperamos que nuestras lecturas sean de calidad y que nos permitan divertirnos, ¿qué nos hace pensar que los niños y las niñas son distintos? ¿Por qué asumimos que ellos deben leer cosas constructivas y con moraleja? Más todavía: ¿por qué pensamos que algo que los divierta no puede ser constructivo, o que no pueden sacar ellos sus propias moralejas?

Esa tarde, cuando me despedí de Anameli, me dijo: “¿Sabes qué decidí tía? Que no me voy a lavar nunca los dientes, para ver si es cierto que se ponen verdes. ¡Estaría padrísimo tener los dientes verdes!” Su amigo Pablo le dijo: “No sería tan padrísimo, porque te olería la boca a toda la comida revuelta y ya pasada y vieja y guácala. Yo no me iba a sentar contigo, ¿eh?”

Anameli se quedó callada en ese momento y yo me fui. Pero su mamá me llamó esa noche para contarme que la niña se había lavado los dientes por decisión propia. “No sé qué le dijiste, pero muchas gracias”, me dijo. “No me lo agradezcas”, respondí (y en verdad no era a mí a quien tenía que agradecer, sino a Pablo, aunque eso no se lo dije). “Pero mañana temprano ve y cómprale un libro divertido. Y sin moralejas, por favor”.

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