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Proclama de 1799: un estado judío independiente (segunda y última parte)

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Isis Wirth

EL GRAN SANEDRÍN Y LOS RABINOS DEL EMPERADOR

La Proclama de 1799 fue reproducida en el Moniteur y en otros periódicos de Europa. Los judíos del continente reconocieron en el corso al mesías, “aunque comiera tocino”.
Fue sin embargo otro acontecimiento el que condujo a una identificación mesiánica con la figura de Bonaparte más acentuada, debido a las implicaciones prácticas que produjo en la vida cotidiana de los judíos, no solo en Francia sino en los países que pasaron a formar parte del Imperio, en los que Napoleón solía aplicar una organización similar a la de Francia.

Tras haberse impresionado negativamente con las coerciones que aún sufrían los judíos, en Estrasburgo de regreso de Austerlitz, emitió un decreto, el 30 de mayo de 1806, que suspendía por un año el pago de deudas contraídas con los judíos por los agricultores de ocho departamentos del Este de Francia. Ese mismo día, otro decreto llamaba a una Asamblea de Notables, “para mejorar la suerte de la nación judía”.

La asamblea abrió en julio de 1806, y se extendió hasta el 6 de abril de 1807. Los judíos más distinguidos y rabinos, provenientes de toda Francia, debían deliberar sobre doce preguntas que les sometió el Emperador, cuyo objetivo era que se comprometieran a respetar la ley francesa. Las respuestas tenían que demostrar que la Torá podía estar en conformidad con la legislación en regla.

La primera pregunta era bastante sorprendente, pues se refería a si los judíos renunciarían a casarse con varias mujeres. Napoleón, quien con certeza no conocía a judíos en su entorno, ¡pensaba en la Biblia y adujo que los hebreos continuaban practicando la poligamia! La segunda, era sobre si aceptaban el divorcio sin que fuese pronunciado por un tribunal rabínico. La tercera, si estaban en contra de los matrimonios mixtos. Entre las restantes, se encontraban: ¿se consideraban franceses?; ¿estaban dispuestos a defender a su patria, Francia?; ¿quién nombraba a los rabinos?; ¿era cierto que una ley judía prohibía a los israelitas practicar la usura con sus correligionarios?

Los delegados desconocían previamente las preguntas y ni siquiera sabían para qué el Emperador los había convocado. Comprendieron con presteza, sin embargo, que en dependencia de sus respuestas serían excluidos o mantenidos en la comunidad francesa. Unánimemente, se pronunciaron por “defender a Francia hasta la muerte”. Pero la Asamblea se dividió respecto a los matrimonios mixtos; fueron los rabinos quienes se opusieron: ¿cómo un rabino iba a bendecir la unión de una cristiana con un judío, cómo un cura iba a casar a un cristiano con una judía? No obstante, aceptaron que esos matrimonios tenían todo valor civil, así como que un judío que se casase con una cristiana no dejaba de serlo para sus correligionarios.

La repercusión de esta asamblea fue tal que Metternich, embajador austríaco en París, escribió alarmado a su ministro de exteriores: “Todos los judíos consideran a Napoleón su mesías”.

En efecto, todos estaban contentos: los hebreos, los colaboradores del Emperador y su ministro del Interior (que en ese momento no era Fouché). Pero Napoleón, no. Quería algo más contundente. Entonces se acordó que, siglos atrás, se reunía un areópago de grandes prestes en Jerusalem que representaban a los judíos ante los romanos, llamado Sanedrín. Supongo que cuando le expresó a sus funcionarios la intención de revivir el Sanedrín, le dijeron: “¿Un qué, Sire?”

El Sanedrín había gobernado a Israel desde 170 a. n. e. hasta 70 d. n. e. como con Napoleón todo se magnificaba, le añadió el adjetivo: gran.

El 23 de agosto de 1806, en los preparativos del cónclave, le había escrito a su ministro del Interior: “Jamás, desde la toma de Jerusalem por Tito, tantos hombres ilustrados pertenecientes a la religión de Moisés, pudieron reunirse en el mismo lugar”.

En realidad, el Sanedrín, en la antigüedad, tuvo lugar en muy contadas excepciones en el Templo. A Napoleón esto le importaba muy poco, menos aun que hacía 18 siglos que no funcionaba. Él decía que “la imaginación gobierna al mundo”: al mismo tiempo satisfacía la suya y hacía que la de los judíos, halagados, volase a lo más alto, “como en los tiempos de Jerusalem”. Su verdadera intención era, en el fondo, más pragmática: las respuestas de los delegados en la Asamblea previa, tendrían que ser santificadas por el Gran Sanedrín y puestas al lado del Talmud como artículos de fe. Hizo que se copiara el ceremonial que se usaba en Israel más de 1 700 años atrás, y los escogidos, en número de 71, se dispusieron en mesa en semicírculo, como en la época del Segundo Templo.

Entre los 71, 45 eran rabinos y el resto, laicos. La solemne carta de invitación había sido escrita en Hebreo y en Francés; se consignaba que sería un evento que “permanecería en la memoria por los siglos de los siglos”. Se designó presidente del Sanedrín al rabino David Sintzheim, quien había sido uno de los seis delegados judíos a la Asamblea Constituyente que decretó la emancipación en 1791. (Posteriormente, en 1808, Sintzheim fue nombrado gran rabino de Francia, el primero entre ellos).

El Sanedrín se inauguró en la sala San Juan del Hotel de Ville de París, el 9 de febrero de 1807. Se extendió durante un mes; podía haber durado más, pero un jesuita intrigó para que no continuase.

Esa ‘imaginación’ que acicateaba a Napoleón hizo que ‘disfrazase’ a sus rabinos con un vestuario especial: una larga funda negra, con suntuosos bordados. A Sintzheim le encasquetó en la cabeza una suerte de sombrero alto con dos cuernos, sobre una base de lujosa piel. Todavía hoy no se sabe si estos diseños tuvieron un origen real, ni siquiera lo conoce el descendiente del gran Sintzheim. Quien hizo malabares para mantener al judaísmo dentro de ‘la ley’ al mismo tiempo que contentase a Napoleón. Este, de cierto modo, buscaba la obediencia a él. Sintzheim lo entendió enseguida; ¿no había ensalzado al Emperador el día de su aniversario, el 15 de agosto de 1806?

El rabino inauguró el Sanedrín con un: “¡Oh Israel, séanle dadas gracias al libertador de su pueblo!” Luego se le consagró a Napoleón una plegaria, así como un Cántico a Napoleón el Grande. Con su propensión a lo épico y a lo titánico, ¿Napoleón se creyó un nuevo Moisés? En cualquier caso, una medalla y un grabado de 1807 lo representan dándole las Tablas de la ley ¡al propio Moisés!

Lo cierto es que el Sanedrín estableció al judaísmo como la tercera religión de Francia, junto con el catolicismo y el protestantismo. Organizó toda la vida, civil y religiosa, de los hebreos en el estado francés. Y los hizo entrar en la modernidad. Lo que no pasó inadvertido para un rabino: “Si Bonaparte triunfa, aumentará la grandeza de Israel, pero ellos se marcharán y el corazón de Israel se alejará del Padre celestial”.

Los judíos ortodoxos rusos, los hasidim, se opusieron fuertemente a lo que en definitiva era asimilación. La oposición más encarnizada al Sanedrín y sus resultados provino, no obstante, de los estados cristianos de Europa. El zar Alejandro de Rusia se levantó contra la libertad acordada a los judíos, e hizo que la Iglesia Ortodoxa designase al corso como el “Anticristo y enemigo de D-os”. También reaccionaron contra el Sanedrín, Austria, Prusia e Inglaterra.

Proclama de 1799: un estado judío independiente (primera parte)