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¿Clothes make man?

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Jonathan Gilbert

Usamos ropa para ocultar nuestra desnudez. Parece información superflua, pero en realidad es una gran novedad. La ropa que usamos va mucho más allá de protegernos del frío y cubrirnos del sol; proyecta una imagen de quienes creemos ser, y cuál deseamos que sea nuestro rol en la sociedad.

La palabra hebrea para ropa es “Beged”, cuya raíz es idéntica a la palabra “engaño” o “traición”. La ropa encubre a un cuerpo desnudo que es más real y natural pero que, horas después de su creación, fue condenado a permanecer cubierto por milenios y milenios. ¿Cuál es la razón? Conocemos la historia: mujer, serpiente, fruta prohibida, vergüenza por la desnudez. Pero la relación no es tan evidente. ¿Por qué el efecto inmediato de comer del fruto prohibido fue la vergüenza por la propia desnudez?
La vergüenza se anida precisamente en el espacio entre la vivencia que se tiene de uno mismo y la imagen que se desea proyectar. Nada más vergonzoso, por ejemplo, que un tropiezo justo cuando se desea proyectar seguridad y confianza; o ser atrapado en un acto deshonesto cuando se intenta mantener un perfil ejemplar. No es casualidad que quien sufre del trastorno de personalidad narcisista, obsesionado con mantener una imagen pública impecable (según sus propios estándares), viva la vergüenza con tanto vigor.

El Rabino Nathan Weisz explica que la intensa vergüenza experimentada por Adán y Eva se debió, principalmente, al abismo entre quienes decían ser y en quienes se habían convertido. Momentos atrás eran seres gobernados por la lógica y la espiritualidad. Tras consumir el fruto prohibido, las pasiones y el deseo se apoderaron de su cuerpo y de sus corazones. Deseaban seguir siendo aquellos seres que habían sido, pero sus cuerpos desnudos (y la nueva atracción que ejercían en ellos) eran prueba fehaciente de que las cosas habían cambiado. Habían descendido de nivel y, con ello, la vergüenza se había insertado en sus vidas. ¿La solución? Disimular, engañar, vestir.

Interesantemente, Di-s no les obliga a retirarse sus incipientes vestimentas. Por el contrario, les proporciona vestimentas más sofisticadas y con ello el permiso de mantener la ilusión de ser quienes alguna vez fueron. El cuerpo pasaba nuevamente a un segundo plano, y el ser espiritual podía relucir una vez más, aunque sea a través del engaño.
Nuestra ropa cumple una función similar. Nos permite mostrarnos de la manera en que queremos ser conocidos… y con sorprendente éxito. El cerebro humano está diseñado para generar impresiones generales sobre personas desconocidas en cuestión de segundos. La ropa, sobra decirlo, es uno de los elementos que intervienen en la impresión generada.

Por cruel que parezca, hoy en día sabemos con certeza que mujeres vestidas provocativamente son consideradas menos capaces y tardan más en ser promovidas a puestos ejecutivos, que hombres que se visten como el jefe tienden a escalar más rápidamente en la jerarquía de las empresas, y que criminales que visten de negro suelen recibir sentencias más severas. “Clothes make man” decía Mark Twain, “y la gente desnuda tiene poca o ninguna influencia en la sociedad”.

Pero los otros no son los únicos susceptibles al engaño de la ropa; nosotros mismos también lo somos. El Dr. Adam Galinsky condujo un experimento en el cual se le daba una bata blanca idéntica a dos grupos de estudiantes. Al primero, se le hacía creer que la bata pertenecía a un doctor, mientras que al segundo grupo se le hacía creer que pertenecía a un pintor. Posteriormente, se les pidió que realizaran diversas tareas que medían algunas de sus capacidades cognitivas. Para la sorpresa de muchos, creer que la bata era de un doctor afectaba positivamente las capacidades de los estudiantes, mientras que creer que la bata era de un pintor no tenía efecto alguno en quienes la usaban.

La idea de que la ropa que usamos tiene efectos en nuestros procesos psicológicos es un giro novedoso de la teoría de embodied cognition, que sugiere que no solo pensamos con nuestras mentes sino con nuestras experiencias corporales. Esta idea (que lleva ya tiempo desarrollándose) sugiere, por ejemplo, que una persona sosteniendo una bebida caliente interpretará las acciones de otra de una manera más cálida que quien sostenga una bebida fría. Los descubrimientos de Galinsky indican que lo que usamos, al igual que lo que sentimos con el cuerpo, impacta cómo pensamos y cómo actuamos (y, por cierto, también explican la extraña tendencia de mis hijos de correr como desquiciados por el pasillo cuando se ponen sus camisetas de Flash el superhéroe). Así, en lugar de vestirse según como se sienta, la persona debería vestirse según como desearía sentirse.

Pero engañar y engañarnos mediante el vestido tiene sus riesgos. El ensayista inglés William Hazlitt advertía que aquel que hace de su vestido parte principal de sí mismo, no será ya más valioso que el vestido mismo. Como cualquier otra máscara, la vestimenta corre el riesgo de apoderarse de la esencia de la persona. Bastan unos minutos en cualquier universidad privada del país para ver un grotesco desfile de enormes logotipos de lujosas marcas estampados en gorras y playeras.

Aarón y los Sumos Sacerdotes que le sucedieron, debían usar ropas especiales de “honra y hermosura”. Las ropas eran simbólicas del sublime rol envestido en su persona. Pero las ropas solo podían ser usadas dentro del Beit Hamikdash, el Gran Templo de Jerusalem y quedaba estrictamente prohibido salir de las inmediaciones del Templo usando tan especiales prendas. Para el Sacerdote la distinción entre su rol y su persona era muy clara.

Al igual que el Sacerdote, debemos saber que nuestra vestimenta es una máscara, y que una máscara usada con excesiva frecuencia puede adherirse a la piel de forma permanente. Con la ropa, como con todo lo demás, es importante aprender a ser pragmáticos, no fanáticos.

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