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Los deseos autonomistas antes de la independencia (Primera parte)

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Diana Kuba

En próximas fechas celebraremos el Día de la Independencia mexicana, por lo que creí que sería bueno dar a conocer qué circunstancias provocaron el estallido de ese movimiento revolucionario que duró once años, para lograr la separación de España.

En 1808 la metrópoli española se encontraba acéfala, o sea, no tenía rey. Napoleón Bonaparte, en su afán de extender las ideas de la Revolución Francesa y de enfrentarse a la gran enemiga de Francia, Gran Bretaña, invadió con su ejército a la Península Ibérica y aprehendió a la familia Borbón de España a quien obligó a abdicar en su favor. Como rey de España, Napoleón impuso a su hermano José Bonaparte.

Ante esta afrenta, el pueblo español se reveló en defensa de su rey Fernando VII. Las élites de las provincias de España inflamadas de un gran espíritu nacionalista, formaron juntas gubernativas, para gobernarse mientras su rey estaba preso y resistir al gobierno francés con sus tropas que ocupaban su territorio.

Todas estas noticias llegaron a la Nueva España el 14 de julio de 1808. Ante este vacío de poder en la metrópoli, surgió aquí una pregunta de primera importancia. Al no haber rey, el virrey ―que había sido nombrado por la Corona española presa―perdía legitimidad, no tenía a quién representar, entonces la gente empezó a preguntarse: ¿en quién recaería la facultad de gobernar o en quién recaería la soberanía de la Nueva España?

Para contestarlas, el virrey José de Iturrigaray convocó a la Real Audiencia junto con el ayuntamiento de la Ciudad de México en un Real Acuerdo o una junta de gobierno. Las dos primeras respuestas que se dieron a estas preguntas reflejaron los diferentes intereses entre los diversos grupos sociales de estos organismos representativos y generaron las primeras confrontaciones entre ellos. Por un lado estaba la idea de la Real Audiencia, los comerciantes y mineros de los sectores altos, quienes en su mayoría eran peninsulares y cuyos intereses estaban protegidos por la Corona. Estos consideraban que había que dejar a la sociedad fija, sin ningún cambio, hasta que el heredero legítimo, Fernando VII, volviera a ocupar el trono. Mientras tanto, había que esperar órdenes de las juntas españolas, o de un gobierno que representara a la nación española, para ver si mandaban a otro virrey. La visión de este sector era continuar con la sujeción colonial española.

La segunda respuesta provino de la élite criolla formada por hacendados, manufactureros, el alto clero y los sectores medios criollos, quienes vieron la oportunidad de llevar una reforma legal y pacífica en beneficio de sus intereses económicos y que les permitiera cierto poder político y mayor autonomía económica en sus manos. Por consiguiente, ambos grupos contestaron que la soberanía recaía en la “nación”, y que mientras el rey estuviera ausente, esta debería gobernarse en una junta gubernativa que declarase al virrey como autoridad suprema, al igual como se estaba haciendo en todos los reinos que conformaban a España. Para ellos la Nueva España no era una “colonia”, sino un “reino” más del Imperio español que se hallaba en América, y como tal, debía seguir el ejemplo de lo que hicieron los demás reinos en la península, es decir, formar sus propias juntas de gobierno.

Hay que hacer hincapié que la idea de que la soberanía recaía en la nación y que, por consiguiente, había que formar una junta no era del todo moderna y liberal, ni provenía completamente de la influencia de la Ilustración y liberalismo francés. Aunque la gente instruida de esa época había leído clandestinamente obras sobre estas corrientes filosóficas, manejaba teorías y fórmulas jurídicas diversas del derecho tradicional medieval y renacentista español que hablaban de la soberanía.

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