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Desafíos para la búsqueda del nuevo ser nacional mexicano (primera parte)

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Diana Kuba

Después de haber analizado en los dos últimos artículos las consecuencias económicas y sociales de la lucha por la Independencia, se llegó a la conclusión de que pese al optimismo social que reinaba en el país por haber logrado este objetivo, pronto la élite política se percató que no era fácil establecer en una constitución las medidas políticas, económicas y sociales idóneas que sacarían al país adelante como un Estado-nación similar a los de las que se consideraban naciones ‘civilizadas’ de la época, ya fueran: Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos.

Cuando uno se adentra al México independiente del siglo XIX hay que percatarse que se trata de un Estado-nación en formación, con poca vida institucional que lo sostuviera y en búsqueda de un proyecto de nación. Las instituciones heredadas del régimen virreinal, tales como: el virreinato, la audiencia, las intendencias o diputaciones provinciales, se habían debilitado y perdido autoridad durante el fragor de la lucha por la independencia y las que se intentaran establecer como la monarquía moderada en el Imperio de Iturbide, las Cortes o Congresos constituyentes, la república federal o central carecían de tradición y experiencia, e incluso chocaban con las problemáticas de la realidad mexicana. Se está viviendo una época de transición/brecha donde lo antiguo todavía no desaparece y lo nuevo no toma forma todavía. Por ello, a falta de instituciones capaces de dirigir y administrar un territorio de cuatro millones de kilómetros cuadrados en este tiempo, el siglo XIX se caracterizó por la fuerza de los caudillos para efectuar cualquier cambio de gobierno.

Como dice el historiador Edmundo O’Gorman, el siglo XIX se caracterizó por la búsqueda de México por encontrar su identidad de ser como un ente distinto al México prehispánico y diferente al México colonial. Por ello, durante esta época de transición/brecha, el México independiente se adentró en sí mismo, indagó y ensayó distintos proyectos de nación para encontrar su ser histórico, que le permitiese desarrollarse de la mejor manera posible en los años venideros.

Según este historiador, el México independiente tuvo inherentes dos posibilidades de ser, o sea tuvo que escoger entre dos alternativas. Una de ellas, era el espíritu monárquico de la Nueva España, entendida como la continuidad y prolongación de las tradiciones coloniales, entre ellas, el respeto y el gobierno conjunto con la Iglesia católica y sobre todo, la legitimidad de la monarquía durante el régimen virreinal. Esto significaba formar un gobierno fuerte en un principio monarquía y después república central, sobrepuesto a todos los intereses de los grupos sociales, incluso los de la Iglesia con quien había que decidir qué pasaría con el Patronato Real. Este era una regalía del Vaticano a la Corona española, mediante la cual, esta podía nombrar los altos puestos eclesiásticos, cobrar el diezmo y ser censora de las decisiones de la Curia Romana a cambio de la evangelización en América. Un gobierno que simultáneamente fuera el regulador y conciliador entre los distintos intereses sociales, y dominara desde el centro a toda la inmensidad del territorio nacional que corría el riesgo de fragmentarse, si no había un control unitario.

Esta tendencia no intentaba prolongar a Nueva España como había sido en el pasado. Buscaba adaptar las ideas de la Ilustración y del liberalismo a las instituciones tradicionales, por lo que aceptaba un gobierno dividido en poderes, limitado hasta cierto grado el ejecutivo por el legislativo, se percataba de dar garantías a los ciudadanos y de traer el progreso material o lo que en esa época era la modernidad técnica y económica al nuevo país. Estaba en contra de las soberanías o autonomías estatales bajo los argumentos de que no había que dividir lo que estuvo unido durante tres siglos, ya que esto implicaría la debilidad del Estado-nación que podía fragmentarse.

La segunda forma de ser que se le manifestó al México independiente, fue la república federal, corriente emanada de las tendencias representativas de la Ilustración y el liberalismo francés y español, y de la experiencia estadounidense. Esta tendencia buscaba un Estado-nación también representativo, dividido en tres poderes, en que el ejecutivo no fuera tan fuerte y estuviera limitado mayormente por el legislativo. La preeminencia soberana o facultad de gobernar, debería estar en el poder legislativo que estaría representado por el Congreso y la libertad de los ciudadanos, y que sería el freno para un poder ejecutivo que podía caer en arbitrariedades.

Esta tendencia veía con buenos ojos las soberanías o autonomías de las diversas regiones que conformaban el mosaico del territorio mexicano, porque argumentaban que era imposible que una ley unitaria gobernara y sirviera para un país tan inmenso, en la que cada región tenía necesidades y climas distintos. Para ello, se requería que cada estado contara con su propia legislatura para proveerlo de leyes adaptadas a sus necesidades que propiciaran su desarrollo. Esta corriente federal consideraba que para regir a toda la república, todos los estados soberanos debían unirse en una Constitución Federal, hecha por un Congreso que los representara a todos y que fuera el lazo de unión entre todos. Importante destacar que las constituciones estatales no podían contravenir a la Constitución Federal.

El siglo XIX se caracterizó por la lucha entre las tendencias centralista y federalista, siendo la república federal la que se impuso sobre la república federal y la monarquía. Sin embargo, la realidad histórica demostró que después de obtener la victoria armada los ‘liberales’ federalistas, se vieron precisados a sujetar el poder del centro para controlar y consolidar el Estado-nación mexicano. De hecho, la dictadura de treinta años del presidente Porfirio Díaz muestra ese proceso de centralización y consolidación. Incluso hay hipótesis que consideran que el gobierno instituido después de la Revolución Mexicana por el PRI, se dedicó a institucionalizar la centralización del poder llevada a cabo por el caudillo.

A raíz de la alternancia del poder lograda en el año 2000, el proceso de centralización se vio afectado por un auge del federalismo y de las autonomías estatales a las que se les dio un margen mayor de facultades y de acción fuera de la sujeción del gobierno central. No obstante, las consecuencias de esta apertura ya se están sintiendo en la actualidad, por lo que las tendencias centralistas tan impregnadas en nuestro ser histórico empiezan a cuestionar la falibilidad del federalismo sin un control central en ciertas áreas estratégicas, tales como: la educación, la seguridad social y el límite a los endeudamientos estatales.

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