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Formación del partido conservador mexicano en 1849

Centro Deportivo Israelita, A.C.

//Diana Kuba

Realmente en este artículo me gustaría abarcar también la formación del partido liberal, pero por falta de espacio, para explicar los proyectos de ambos partidos, inicio con la del partido conservador mexicano. ¿Por qué comienzo con este y no con el liberal? Ya que el partido conservador se fundó primero, en 1849 con un proyecto de nación muy bien delineado, después de la derrota de México en la guerra contra Estados Unidos. En contraposición y reafirmación ante los conservadores, los liberales expidieron su proyecto, después de la Revolución de Ayutla, en 1855, que será vista en otro capítulo.

Hace algunos meses, después de ver el proceso de la guerra de Estados Unidos contra México desde 1836 hasta 1848, nos quedamos en la derrota del segundo por el primero y, en consecuencia, la venta y pérdida de la mitad del territorio que era considerado mexicano, aproximadamente de dos millones de kilómetros cuadrados por una indemnización de 15 millones de dólares.

Posteriormente, a este acontecimiento tan desastroso y aleccionador para el país, empezó una época de angustia y desilusión en la atmósfera de la sociedad. El optimismo de que México sería una gran potencia al inicio de la Independencia desapareció. Los ideólogos mexicanos se habían percatado de que la realidad mexicana sobrepasaba su capacidad de llegar a un acuerdo para establecer y seguir conjuntamente un proyecto de nación. En todos ellos, “hombres de bien” a favor de formar un Estado en alianza con la Iglesia; “hombres del progreso” a favor de que el Estado fuera la única y suprema autoridad civil frente a la sociedad, por lo que había que debilitar a la institución eclesiástica; federalistas, centralistas y monárquicos temían que México no pudiera consolidarse como Estado-nación frente al mundo. El ambiente emocional social denotaba una gran desazón.

Durante 1849 a 1855, las posiciones políticas que habían estado dispersas durante la primera mitad del siglo XIX, se definieron en medio de un México en crisis.

Las tendencias de los hombres que se decían del ‘orden’ o de ‘bien’, defensoras de la tradición virreinal, adversas a una reforma radical contra el clero y los fueros del ejército, y a favor de un sistema centralista que lograra la unidad entre las regiones que quedaban del país, se convirtieron en el partido conservador con un proyecto de nación muy claro, gracias a Lucas Alamán, que en 1849 fungía como presidente del Ayuntamiento de la Ciudad de México.

En este proyecto se proclamó el centralismo. Su oposición al federalismo radicó en que este sistema en lugar de unir a la nación en un momento de emergencia -como lo había sido en la guerra contra el vecino del norte- la fragmentó y la puso a merced de las ambiciones expansionistas de los Estados Unidos. Para los conservadores, el centralismo serviría para mantener a raya a todos los caciques y frenaría las aspiraciones autonomistas de las regiones.

Para salvar a la nación había que implantar un régimen de ejecutivo fuerte, que se sobrepusiera a todos los intereses de la sociedad, que fuera representativo, pero que esta representación en el Congreso no frenara al ejecutivo para actuar. Podía en determinadas circunstancias poner límites al ejecutivo, pero en lugar de convertir al Congreso en una reunión de debates, quería que este organismo tuviera contacto directo con todos los municipios, para conocer sus necesidades e implementar con la ayuda misionera de la Iglesia, el progreso económico y social del país. De esta forma, los Estados con sus gobernadores, representantes de los intereses de las autonomías provinciales, desaparecerían del mapa.

Poco les importaba si el régimen del ejecutivo fuerte fuere una república central, una dictadura o monarquía, lo indispensable era un gobierno capaz de mantener el orden y proteger a la nación de ser absorbida, principalmente, por los Estados Unidos. Para esta vertiente, la religión católica de herencia hispánica, que era la institución que había pasado por una serie de avatares para ser debilitada frente al poder civil, se mantenía aún estable y sería un instrumento catalizador para unir a la sociedad tan disímbola en la búsqueda de su identidad cultural y nacional, a través del catolicismo y la cultura hispana que serían un dique contra la influencia anglosajona del norte. Por tanto, la religión católica sería la oficial del Estado y no habría tolerancia religiosa.

En la historiografía oficial donde se engalana al liberalismo mexicano que fue el proyecto de nación que ganó, se ve al conservadurismo mexicano como un anatema y apenas se estudia en las escuelas. Sin embargo, conviene destacar que era un proyecto que embonaba muy bien con la forma de ser y pensar de la mayoría de los mexicanos de esa época, y que no rompía tajantemente con el desarrollo que México había tenido desde tiempos coloniales. Para entender este proyecto es importante pensar en lo que México había heredado después de trescientos años de régimen virreinal, y valorar el significado de cambio del liberalismo ante el conservadurismo, proyecto que será analizado en el próximo capítulo.

Por otro lado, en cuanto a nuestra experiencia presente, habría que reflexionar -que ante la partidocracia que vivimos y falta de confianza que hay de la ciudadanía en la elite gubernamental mexicana en tiempos de elección para el próximo presidente de la república- si no hay gente que, en su fuero interno, no añora un tipo de gobierno fuerte central de corte autoritario, como lo proponía el conservadurismo mexicano, en su afán de poner orden en el país. Asimismo, quién sabe si no faltarían las voces que desearían que la población mexicana fuera completamente católica y que no hubiera competencia de otras religiones, especialmente, de las cristianas de corte protestante.

En el capítulo I de este bloque se vio el programa del partido conservador delineado en 1849. Aunque las ideas del partido liberal ya habían sido planteadas en las reformas anticlericales de 1833, por lo que había sido el ‘partido del progreso’, no volvieron a emerger hasta 1855, como una reafirmación y contraposición al partido conservador.
Para 1855, quienes estaban a favor de las reformas anticlericales y los federalistas que se oponían al centralismo de los conservadores, se unieron y empezaron a denominarse liberales para identificarse frente al contrincante: el partido conservador.

En su discurso, la república federal representativa era un régimen incuestionable. Teóricamente, no se podía conseguir el desarrollo del país, sin darle autonomía a los estados y capacidad para que progresaran según sus condiciones y circunstancias geográficas, ya que el centro no podía satisfacer las necesidades de cada uno de manera distinta. Era derecho de las entidades estatales tener sus legislaturas y redactar sus propias constituciones, y solo tenía que haber una ley federal que fuera un acuerdo fundamental entre todos ellos y el lazo de unión de la nación. Obviamente, las constituciones estatales no se podían contraponer a la constitución federal.

Según los liberales, para que la nación lograra el ‘progreso’ debía haber reformas profundas que desvincularan a la sociedad de sus costumbres tradicionales. Estas reformas estarían orientadas a debilitar al clero y al ejército como fuerzas sociales, para convertir al gobierno en la máxima autoridad civil de toda la sociedad, sin competencia de corporación alguna.

Hay que ser cautos con la noción de ‘progreso’ que los liberales utilizaron. En este caso, solo se refiere a la consecución política de las reformas contra la Iglesia. No hay que confundir este significado en sentido estricto con un referente más amplio del concepto de progreso, que implica un desarrollo económico, técnico y social. Toda la elite política, ya fueran liberales y conservadores, deseaban que el país progresara y se desarrollara materialmente a la escala de la Gran Bretaña, Francia, Alemania y los Estados Unidos, pero los hombres a favor de las reformas anticlericales, usaron políticamente el concepto de ‘progreso’ para dar a entender que la corporación eclesiástica era el impedimento para que el Estado-nación ‘progresara’, lo que era una idea meramente política, más no real en sentido económico y social.

Para los liberales, transformar a la sociedad implicaba implantar reformas orientadas a la independencia del Estado respecto de la Iglesia o lo que comúnmente se denomina, secularización. En teoría y práctica aspiraban a la extinción de las corporaciones religiosas y de organizaciones comunales con objeto de que el individuo fuera el elemento que sobresaliera en la sociedad, y que el conjunto de individuos fueran la base social de la nación. Económicamente, buscaban debilitar al clero mediante la desamortización o nacionalización de los bienes de la Iglesia y de las comunidades de corte corporativo, tales como las propiedades de las comunidades indígenas, de las cofradías y los gremios. Socialmente deseaban la desvinculación del Estado respecto al pago del diezmo y los costos del culto católico, y de la coacción civil para que se cumplan los votos monásticos.

A fin de que el gobierno civil se fortaleciera frente al poder de la Iglesia, los liberales pugnaban por una educación estatal libre sin influencia religiosa. Otro propósito liberal era la desvinculación del gobierno de los sacramentos (bautizo, matrimonio y defunción) controlados por la Iglesia, convirtiéndose la autoridad civil en la única responsable de registrar los nacimientos, matrimonios y defunciones de toda la población e incluso permitir el divorcio. La punta de lanza del liberalismo para desquiciar la fuerza de las corporaciones fue la abolición del fuero eclesiástico y militar para lograr la igualdad ante la ley; así no habría grupos privilegiados que eran miembros de la Iglesia y del ejército que podían recurrir a sus propios tribunales particulares y escapar de la única justicia válida del Estado. Finalmente, el liberalismo intentaba promulgar la tolerancia religiosa y de pensamiento, lo que era sumamente difícil para los propios liberales, que profesaban el catolicismo y no fácilmente aceptaban la entrada de otra religión.

Es importante aclarar que los liberales eran profundamente católicos. Las leyes de Reforma no atacaban a la fe católica, sino iban en contra de la potestad eclesiástica y en contra de las costumbres, los hábitos, y de un modo de vivir y de pensar de los mexicanos de esa época, que durante trescientos años habían convivido con la Iglesia y que esta había influido en todos los aspectos de sus vidas. El cambio iba dirigido a convertir a México en algo que no era, pero que podía ser. Como el liberalismo significaba un cambio drástico, la mayoría de la sociedad decimonónica no lo veía con buenos ojos y, por lo tanto, apoyaba más al partido conservador.
Como dijo Edmundo O’Gorman, estos dos proyectos de nación o dos formas de posibilidades de ser para México (conservadores contra liberales), ya delineadas para 1850, en lugar de invitar al diálogo, la conciliación o pacificación del país, dieron lugar a un profundo rompimiento y radicalización entre ambos partidos en los veinte años posteriores, que solo pudo ser resuelto bajo la exclusión de un modo de ser por el otro, siendo la república federal y las leyes de reforma las que tuvieron la victoria sobre el proyecto conservador.

(1) Aunque nos parezca raro, en esa época, quien no pagara el diezmo (o diera la décima parte de sus ganancias agrícolas a la Iglesia) o no pagara las obvenciones parroquiales, podía ser castigado por el Estado, al igual que los monjes o monjas que no cumplieran con sus votos monásticos, tales como castidad y obediencia. El diezmo ya se había suprimido desde las reformas de 1833. Como fue una medida tan popular que benefició a los agricultores, no volvió a ser obligatorio en los gobiernos posteriores.

(2) Lo más difícil de lograr para el liberalismo mexicano fue la tolerancia religiosa.

 

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